La pandemia como hipérbole de la autorreflexividad en el teatro contemporáneo
Iván Insunza FernándezIván Insunza Fernández
Facultad de Artes de la Universidad de Chile
Estudió Cine y Audiovisual. Es Actor, Magíster en Artes con mención en Dirección Teatral y Doctor en Filosofía con mención en Estética y Teoría del Arte (Universidad de Chile – Universität Leipzig, Alemania). Profesor del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile (Detuch) y de la Escuela de Teatro de la Universidad Mayor. Coordinador y profesor del Diplomado de teoría, crítica y análisis de artes escénicas contemporáneas del Detuch. Editor de la revista Hiedra.
Resumen
Me propongo aquí desplegar la hipótesis de que los fenómenos culturales y artísticos desarrollados durante la pandemia podrían ser leídos como exaltación de los modos en que se ha caracterizado lo contemporáneo en general y como desarrollo acelerado de la autorreflexividad como característica específica del sujeto y del teatro contemporáneo, dicho de otro modo: la vida, el arte y el teatro hoy parecen ser más contemporáneos que nunca, en tanto han alcanzado un punto máximo en la conciencia de sí. Pues, supone lo contemporáneo un problema histórico, una discusión filosófica y un tramado de paradigmas y procedimientos en relación al arte del siglo XX y XXI. Atravesando esas tres dimensiones, aparece el asunto de la autorreflexividad del sujeto y la obra, como conciencia del fin que no termina de acontecer (Rojas, 2020) y como nuevos modos de la metateatralidad que, a su vez, puede ser rastreada como auto-tematización y auto-referencialidad formal.
La pandemia como hipérbole de la autorreflexividad en el teatro contemporáneo
Iván Insunza Fernández
Facultad de Artes de la Universidad de Chile
Introducción
Entonces, lo que me propongo hacer a continuación en relación con la síntesis recién expuesta, supone algunas hipótesis que debemos esbozar antes de entrar en materia. Una de ellas, con la que se podría estar de acuerdo sin mucha resistencia, dice relación con el entendimiento de que la pandemia sería algo así como una exacerbación o exaltación en variados ámbitos de la vida social y cultural –evidentemente podríamos agregar política-, es decir que cuestiones que ya se venían desarrollando o que permanecían relativamente invisibilizadas, pero que ya habían sido pensadas como consecuencias propias del modelo económico -por ejemplo- con anterioridad, aparecen ahora, a la luz de la radicalidad de este periodo de manera expandida. Pobreza, precariedad laboral, acceso a la salud, carencias de países empobrecidos, etc.
Tomemos como ejemplo a las personas que sufrimos algún tipo de alteración de ansiedad o de angustia. Si la muerte es considerada como la figura última de todos los miedos –diríamos una de las tres causas del malestar, siguiendo a Freud-, podríamos pensar que esa idea de muerte que antes aparecía como abstracta, como algún pensamiento oscuro y atrapante antes de dormir o una mirada absorta en el cielo nocturno, aparecía ahora alojada material y efectivamente sobre la superficie de las cosas compradas en el supermercado, sobre una manilla de una puerta, un pasamanos en una escalera o bajo nuestros propios pasos.
Del mismo modo pensamos aquí aquellas cuestiones que, en cuanto procedimientos y paradigmas del arte contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX, pero que a su vez sabemos deben ser rastreadas a inicios del siglo a partir de las vanguardias artísticas y todo el contexto socio-político-cultural que supuso el traspaso del siglo XIX al XX. Es decir, lo contemporáneo, eso que se abre una vez acontecida la catástrofe, sea esta la muerte de Dios y la consagración de la conciencia del sujeto moderno, sea la constatación de la propia modernidad como fracaso en la visitada escena de Auschwitz o sean nuestras dictaduras latinoamericanas, no ha dejado de retornar en forma permanente y, durante la pandemia, de forma exacerbada.
Bien. A continuación, haré tres cosas. 1. Realizaré una caracterización de lo contemporáneo para pensar desde allí el contexto pandémico como exaltación en el teatro. 2. A partir de cuatro categorías de Rancière (2012 [2004]) en El malestar en la estética pensaré la potencia de la producción artística en pandemia. Y 3. Profundizaré en la noción de autorreflexividad, autotematización y autorreferencia formal en la obra sonora Ahora el mundo entero es un acantilado (2021) de la compañía chilena La Laura Palmer.
¿Por qué una lectura desde lo contemporáneo? ¿Por qué la historia, la filosofía y el arte? Pues, porque si bien lo contemporáneo ha sido vastamente utilizado como estrategia del marketing cultural para volver deseable la existencia y el consumo de un producto artístico determinado y aquellos usos interesados no han hecho sino robustecer un entendimiento del concepto en tanto actualidad y actualización permanente, lo contemporáneo es el nudo histórico y filosófico que habilita la reflexión del arte y, en consecuencia, del teatro contemporáneo.
Ser contemporáneo es “Percibir en la oscuridad del presente esta luz que trata de alcanzarnos y no puede hacerlo” dirá Agamben (2017, s.p.), “no necesariamente significa estar presente, estar aquí y ahora; significa estar «con el tiempo», más que «a tiempo»” dirá Boris Groys (2016 [2014], p. 93), “absorto en aquello que no puede contener más que al precio de despegarse de su tiempo” dirá Cristóbal Durán, (2011, p. 34). Lo contemporáneo es, dirá Sergio Rojas (2011) “Una temporalidad intempestiva que opera una suspensión de los relatos del tiempo” (p. 53) “No va más —dice Willy Thayer (2011)— (…) si lo contemporáneo refiere a la co-existencia de una multiplicidad en una misma época o presente temporal (…) No va más” (p. 13), pues “la pregunta por qué es lo contemporáneo advierte de una transformación en la propia idea de historia”, sentencia Miguel Valderrama (2011, p. 105), pues “Implica lo contemporáneo una peculiar «conciencia histórica», a la que es inherente, paradójicamente, la catástrofe irreversible de la historia misma como narración”, nuevamente Rojas (2011, p. 53).
Ahora bien, ¿qué sería entonces el arte contemporáneo?, si como afirma Alejandra Castillo (2011) “bien podría decirse que lo contemporáneo marcha retrasado respecto a las prácticas artísticas” (p. 171). Bueno, el arte contemporáneo, dirá Catherine Millet (2018), es aquel que debía “respetar la verdad del material (…) La representación y la idealización habían llegado a su fin; lo real irrumpía en el arte” (p. 94). Temporalidad intempestiva, exigencia de época, tiempo incontinente, son aquí el problema tanto de la historia, de la filosofía como del arte y del teatro. Porque si como señala Agamben (2015 [1978]): “La contradicción fundamental del hombre contemporáneo sería justamente que no posee todavía una experiencia del tiempo adecuada para su idea de la historia” (p. 143), diremos que la contradicción fundamental de todo el teatro del siglo XX y XXI es precisamente no haber encontrado las formas del relato, aún entendidas ahora como experiencias, adecuadas para su concepción de época. Haciendo rastreable su contemporaneidad más en el vasto listado de intentos de nuevos modos de representación, más en las intenciones y estrategias de representación del real, que en una cohesionada y consensuada definición de la categoría misma teatro.
Entonces, a quienes afirman o insinúan la muerte del teatro a propósito de la obligada virtualidad pandémica, bien cabría responderles que sí, que efectivamente el teatro ha muerto, pero su muerte yace consagrada en el propio hallazgo de Nietzsche, ese de haber encontrado muerto a Dios en el centro de su época. Una muerte que simplemente no ha terminado de acaecer, precisamente como la muerte de Dios o como el final de los tiempos, el final de la historia. El teatro contemporáneo es un teatro que ha finalizado, pero que no ha terminado de finalizar, parafraseo de nuevo a Rojas (2020) esta vez en Tiempo sin desenlace. Un teatro que en cuanto halló su consagración moderna con André Antoine y cuya posta tomó Stanislavski, inició un proceso histórico de disputas que estuvo atravesado por múltiples factores. Un teatro que se consagró a la literatura a través del naturalismo, pero que pronto hubo que regularle su medida de realidad transitando hacia un modo específico de comprensión del realismo. Pero se vino: aceleración técnica (fotografía, cinematógrafo, electricidad, refrigeración, teléfono, avión, radio, Coca-Cola), emergencia del psicoanálisis y su consecuente desplazamiento de la noción de sujeto, modificaciones a la idea misma de realidad a partir de la teoría de la relatividad y, por supuesto, guerras mundiales, Auschwitz, absurdo, silencio, giro del mundo como texto al mundo como experiencia. Y llega la segunda mitad del siglo XX y vamos de nuevo: neo-vanguardias, televisión, internet, guerra fría, caída del muro, desintegración del bloque soviético, fin de la historia, impulso de archivo, etc, etc. etc.
Todo este devenir histórico tuvo su materialización en las propias disputas en torno a la categoría teatro. Pues, si bien Max Hermann hablará de la fiesta del teatro ya a inicios del siglo XX, como lo consigna Fischer-Lichte (2014), Henri Gouhier (1956 [1943]) referirá a la presencia como esencia del teatro antes de la mitad del siglo y los estudios de performance impactarán de lleno a los estudios teatrales, que ya habían girado del drama a la puesta en escena (Balme, 2013 [1999]), el conservadurismo aferrado a ciertas formas de comprensión del teatro, principalmente entendido como indisoluble de un modelo dramático de representación, han seguido y siguen hasta hoy teniendo bastante resonancia y centralidad. Nunca vimos a ese palco conservador tan preocupado de la presencia, del convivio y de la performatividad como en este último tiempo. Pero también, nunca antes vimos cohabitar con tal obscenidad a quienes esperan que la pandemia sea la pura suspensión indeseable y transitoria del teatro “de verdad”, con quienes han estado avocados a intensificar las preguntas por la propia condición mínima del teatro, ese grado cero que, si bien ya ha revisado largamente el “A representa a B mientras C lo mira” —al cuestionar la noción misma de representación— no deja de insistir en la experimentación (Menke, 2017 [2013]), palabra tan antigua como profanada en tiempos en que la investigación-creación ha devenido norma al interior de la academia, pero que aún sirve para denominar alguna especificidad.
Vamos con las categorías en Rancière (2012 [2004]):
Primera: el juego
Sería aquella que, más allá de la potencia de juego que contendría toda obra de arte, permite pensar procedimientos artísticos que se interesan particularmente por los modos del juego. Roger Caillois (1997 [1958]) propone que el juego podría dividirse, entre otros, en aquellos que se basan en alguna destreza que es sometida a competencia, en aquellos que descansan en el azar y otros en el vértigo físico. En general, la teoría del juego ha establecido cuestiones con las que podríamos estar de acuerdo fácilmente: el juego se recorta temporal y espacialmente, se debe saber que se está jugando y la norma dibuja a los que se ponen de este y del otro lado de la ley, jugador, aguafiestas y tramposo, dirá Johan Huizinga (2007 [1954]).
¿No es acaso una potencia particularmente evidente cuando se trata de pensar el soporte tecnológico que, junto con desplegar sus propias opacidades, contiene normas de programación y funcionamiento que obligan a la interacción humano-tecnología? Sabemos exactamente cuáles son las distancias respecto de nuestras experiencias de co-presencia, pero sabemos también que entrar allí, conectarse, es aceptar jugar el juego, para seguir su flujo o para subvertirlo. El recorte cronotópico ahora no dibuja cartografías medibles en metros, el parámetro temporal implica latencia.
¿A qué y cómo se juega cuando estamos conectados, cómo estar por dentro y por fuera del juego?
Segunda: el encuentro
La desmaterialización de la obra, el impulso hacia el acontecimiento y no hacia el objeto, ha generado desde inicios del siglo XX experimentaciones respecto al límite de esa desmaterialización, decíamos. El artista persigue entonces encontrarse con el visitante, con quien especta. La obra es ese encuentro, ese intercambio, poner en evidencia ese contagio que puede no ser necesariamente verbal.
Si hay algo seguro en nuestras relaciones virtuales es la imposibilidad del encuentro co-presencial. Así como podemos pensar el aura, en palabras de Mauricio Barría, como alguna vez le escuché en clases, refiriendo al concepto de Walter Benjamin (2003 [1936]), como una de esas cosas que sólo vemos cuando tiende a desaparecer, la presencia también aparecería a propósito de su ausencia. No tenemos la posibilidad de encontrarnos, sentenciamos. No podemos reunirnos, decimos. Pero nos pasamos todo el día en encuentros y reuniones por Zoom o similares. Vivimos cada encuentro con otros desde la certeza de que no nos encontramos, o no podemos, al menos, en presencia.
Cabría entonces preguntarse por la naturaleza de ese encuentro, esa presencia negada, esa que aparece por no estar. La presencia se juega, primero que todo, en el propio cuerpo. Se trataría entonces de gestionar los vacíos y las grietas que son el único lugar por donde puede entrar el otro, la diferencia. Ese pliegue donde colapsa lo único, donde cae lo fálico, lo que no considera fractura, es una oscuridad que puede ser habitada físicamente, pero también psíquicamente. El 2 es diferente del 1.
¿Cómo es esto de encontrarnos sin encontrarnos, encuentro y desfase cómo operan al interior del encuadre, al interior del programa?
Tercera: el inventario
Ante el colapso de la representación, donde ésta se muestra como un imposible, o bien como una reversión permanente de lo que ya fue, el artista decide simplemente constatar las cosas del mundo, las pone ahí, las dispone para ser vistas y oídas, para retirarse luego en silencio y dejar hablar el archivo. No tengo nada que decir del mundo, parece decir, sólo certificar la existencia de sus cosas.
Rodrigo Zúñiga (2013) plantea que la fotografía digital y su lógica de almacenamiento abre un tipo de relación particular con la fotografía: buena parte de las fotografías que tomamos se almacenen sin que si quiera las miremos una vez. Facebook me muestra un recuerdo de hace un año y ni si quiera logro recordar esa fotografía, ni dónde, ni quiénes, ni yo ahí.
El almacenamiento de archivos digitales y, sobre todo, en nubes o respaldos de redes sociales, es una especie de universo en permanente expansión. Lo es por su alcance y velocidad, pero también por sus misterios, desconocemos el archivo que hemos creado, almacenamos quizás también sin saber.
Pues bien, en tiempos en que vociferamos la necesidad de activar el archivo, así en general, como si en el simple hecho de remover el polvoriento pasado ya hubiera mérito, tenemos la posibilidad de activar archivos que incluso desconocemos. Internet no se inventó ayer, llevamos años relacionándonos con un mundo que, ahora, parece haberse apoderado de todo. Pues ahí, donde parece que somos recién llegados a una reunión por Zoom, está nuestra historia y datos, un Yo por revisar, un archivo por activar, una fuente de posibles operaciones sobre el tiempo, sobre la imagen, etc.
Si como le oí a Martí Perán, el presente es demasiado pequeño para que entre todo el pasado y elegir qué cosas queremos conservar es un modo de imaginar un futuro posible, la revisión del archivo, ya no como fetiche sino como una ética, sería una responsabilidad que emana de la propia relación con el archivo, de ese permanente dejar huella digital.
¿Cuál es el inventario del mundo digital, cuáles son mis huellas documentales involuntarias, cuáles son esos rastros de mí que yo mismo desconozco y que de algún modo me esperan?
Cuarta: el misterio
Ha vuelto la metáfora, la obra dice algo para decir otra cosa, pero mientras dice la otra cosa, la oculta. La metáfora, que a diferencia de la comparación sólo me muestra al comparando y no al comparado, ahora me lo oculta radicalmente. En una especie de poética radical de la obra abierta, siguiendo a Umberto Eco (1992 [1962]), no sólo se crean los vacíos, la propia obra parece ser un vacío por descifrar, o por llenar.
La excepcionalidad de cómo experimentamos la vida en pandemia, o al menos hasta antes de acostumbrarnos, es un misterio permanente. La incertidumbre de futuro parece ser una metáfora de nada. Relatos distópicos, sensaciones apocalípticas, el fin de lo que no termina de acontecer.
Es un buen tiempo pues para mirar opacidades, para interrogar la oscuridad, mirar el haz de sombra que dice Agamben (2017). El desfase con el propio tiempo sería esa condición de contemporaneidad.
Como les adelanté, propongo en esta tercera parte profundizar en la idea de autorreflexividad a partir de la obra Ahora el mundo entero es un acantilado (2021). Una breve caracterización del trabajo. Dice la reseña: “Una experiencia teatral sonora donde intérpretes revisan la crisis de la sociedad desde distintos países del mundo. Una coproducción entre México, Perú y Chile dirigida por Pilar Ronderos e Ítalo Gallardo.”[1]. Y luego más abajo, también dice:
Un grupo de colegas de diferentes partes del mundo investigan sobre la crisis desde el lugar que habitan y desde su presente. En México, Lázaro conversa desde Tijuana y Luisa desde un pueblo en las montañas de Oaxaca. En Perú, Daniel se conecta desde Lima; Pablo desde Sicilia en Italia y Pilar e Ítalo desde Santiago de Chile.
El teatro contemporáneo sería algo así como un teatro-no teatro, una afirmación disciplinar que es, al mismo tiempo, una negación o puesta en crisis disciplinar. La idea de un radioteatro contemporáneo debería entonces contemplar esa afirmación-negación, al mismo tiempo que reconocer que dicha potencia, diremos contemporánea, no sólo precede a la pandemia, sino que precede incluso al siglo XX y XXI. Es decir, las investigaciones sonoras no son algo necesariamente nuevo en el teatro contemporáneo y así como hay teatro contemporáneo antes de la pandemia y las condiciones de producción en el marco virtual, también hay radioteatro contemporáneo antes de este recorte, ¿cuál es la diferencia entonces? Quizás ninguna, pero debemos atender con urgencia las intensificaciones de aquellos fenómenos ponderando la nueva centralidad que estos habitan y seguramente habitarán. Dicen Ronderos y Gallardo, siempre en la reseña:
Lo sonoro nos parecía una buena forma de llevar algo de la experiencia del teatro al espacio del encierro y de la casa, porque te da otras posibilidades, concentrarse más en la palabra, en cómo se dice lo que se dice, en los sonidos que acompañan ese decir.
Pero, volvamos al asunto procedimental. Por qué contemporáneo: porque, primero, como dijimos, se afirma y se niega o tensiona el teatro como asunto disciplinar. Luego, porque se ejerce una declarada embestida contra la estabilización del dispositivo dramático de representación y su modo de administrar la ficción y la realidad en su interior. Luego, porque se ejerce como estrategia de esa desestabilización un procedimiento del arte contemporáneo por antonomasia, la consignación de la autorreflexividad de la obra. Esta autorreflexividad se puede rastrear de dos maneras que me parecen bastante evidentes en este trabajo: como auto-tematización (la obra habla de algo al mismo tiempo que habla de sí misma y su condición de posibilidad) y como autorreferencia formal del soporte (superposición, planos, espacialización, etc.) es decir, una serie de decisiones formales que no pretenden ocultarnos el soporte para traer al frente la diégesis, sino que nos invita a ingresar al plano diegético desde la conciencia misma del soporte, casi sin abandonarla. Digo casi, pues es evidente que el desarrollo temporal de la pieza va dejando cada vez más lugar al relato y menos a la experimentación sonora como asunto central.
La auto-tematización en este caso supone convocar además un imaginario que, para quienes han seguido el trabajo de Ronderos y Gallardo o simplemente los conocen, implica el reconocimiento de variada información, que sabemos real, y que, por lo tanto, robustece la verosimilitud de la diégesis, o más bien, la condición de realidad de los relatos, todos, no sólo los que corresponden a ellos. La autorreferencia formal del soporte, por su lado, supone también una toma de posición frente a la tradición disciplinar y frente al contexto sociopolítico, cultural, artístico y hasta psicológico de las actuales condiciones de vida.
El concepto de mímesis, teniendo presente que es contenedor de una serie de acusaciones de equívocos y tensiones, implica pensar el procedimiento artístico como imitación de lo que podría ser, es decir, se trata de un condicional que supone la imitación de algo que, en realidad no existe. Aristóteles señala allí precisamente una diferencia con la historia que sería aquella que imita en la palabra, relata, señala lo que sí ha ocurrido. Me parece que hay aquí otra clave interesante de lectura pues, por un lado, se trataría de un relato que exalta el podría ser, así en condicional, basándose en lo que adivinamos precisamente como algo que definitivamente sí ha sucedido, o sea, intuimos el coeficiente de realidad. Luego, la distinción entre arte e historia para pensar la mímesis tiene en este caso particular otro elemento central: el peso del antecedente que la compañía tiene en torno a lo biográfico y lo documental. Entonces, la obra es autorreflexiva también en tanto conoce y administra el coeficiente de realidad desde el cual levanta su argumento y anécdotas.
En este contexto, entonces, el trabajo despliega un uso de la palabra que está lejos de querer des-jerarquizar el texto, no es ese su gesto, más bien se desmonta un uso particular, un régimen de administración de esa palabra. Hay espacio entonces para el testimonio, relato de escenas, descripción de imágenes, diálogos virtuales y poesía. Pero hay también lo que podríamos denominar como un diálogo con el usuario. Pilar invita, en el inicio, a actitudes, a pensar en tal o cual cosa, a poner especial atención a tal otra y a hacerse preguntas específicas, recordando nítidamente el inicio de Los que vinieron antes (2016) o los intermedios barthesianos de Hija de tigre (2017), obras anteriores de la compañía que también incorporaban esta especie de voz de la conciencia a través de la cual la obra dialoga con el pensamiento del espectador.
Por aquellos días en que tuve ocasión de escuchar la obra, mis lecturas alternadas incluían a Sergio Rojas (2020) y su Tiempo sin desenlace y a Alejandra Castillo (2020) y su Adicta imagen. En el medio, a modo de paréntesis, tuve la experiencia de Ahora el mundo entero es un acantilado y los cruces fueron y son inevitables. Rojas hablará de una “sensibilidad del ocaso considerada como un patrón epocal” y habría que aclarar que no refiere exclusivamente a la representación distópica de futuros próximos, cosa que de todos modos se siente con intensidad en Ahora el mundo entero es un acantilado, sino a un estado de la subjetividad moderna que precisamente, piensa Rojas, a partir de la capacidad y agotamiento autorreflexivos, dice luego Rojas: “El arte moderno, y especialmente el arte contemporáneo, se dirige a la lucidez de la conciencia como autocomprensión de sus propias operaciones reflexivas y representacionales” (p. 235). Ahora el mundo entero es un acantilado se experimenta en clave apocalíptica por la pandemia, claro que sí, innegable, pero también porque la sensación que nos asalta es que asistimos a un punto máximo de la conciencia de la obra artística y del sujeto. La conciencia no da lugar a nada más, habitamos el fin, sólo que el fin no ha terminado de finalizar. Me pregunto también, a partir de Castillo (2020), quien describe la adicta imagen que “activa y anestesia, seduce y altera como una droga” (p. 11), la potencia y la posible preponderancia que tendrían o tendrán las experiencias sonoras como vía de escape al régimen escópico, al régimen ocular como centro y al “oscuro resplandor” (p. 11) y “suave superficie” (p. 11) de las pantallas que activan y adormecen.
Se oye en la pieza que, a la orilla del acantilado, saber que te puedes tirar, es lo que te permite no tirarte y resuena entonces algún texto del inicio que sugiere que el actual régimen sanitario nos obliga a ponernos de un lado de la línea de la obediencia, con ella o contra ella. Y en el medio de aquello, el amor. Y en el medio de aquello, el deseo. Y en medio de la crisis más tremenda, uno se conmociona porque el amor al parecer se ha retirado entre esas dos personas que dirigen la obra. Dice Beckett (en Rojas 2020, p. 61) en Textos para nada:
Qué importa quién habla, alguien ha dicho qué
importa quién habla. Habrá un punto de partida, yo
estaré, no seré yo, no diré nada, habrá una historia,
alguien va a intentar contar una historia
Bibliografía
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[1] https://www.gam.cl/teatro/ahora-el-mundo-entero-es-un-acantilado/
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